LAS ANTIGUAS BARRAQUETES DE NADAR O CASAS
DE BAÑOS
Rafa Solaz
La costumbre de ir a bañarse a las playas del Grao,
Canyamelar y Cabanyal a partir del mes de julio ya está documentada desde hace
siglos. No se tiene constancia de cuándo comenzó ni cómo sería el ritual del
baño. Las noticias más antiguas que se tienen de instalaciones para cambiarse
de ropa son construcciones efímeras utilizando cañas, palos y ramaje que se
encontraban dispersos por la zona en abundancia. En un principio estaban
destinadas al momento en que las mujeres, obligadas por el recato y la moral,
las utilizaban para ponerse los paños
menores, el traje de baño.
En el siglo XIX se construyeron las tradicionales barraquetes de nadar realizadas con
tablones de madera y techumbres de cañas, lo que las hacía más consistentes y
por lo tanto duraderas. Su interior estaba dividido en cabinas cubiertas de
lonas, estoras o lienzos pintados, y separadas a uno y otro lado por un pasillo
central. Se convertían así en espacios de intimidad necesarios para el cambio
de indumentaria, sobre todo utilizados por las clases más populares.
Estaban situadas en primerísima línea de playa “en
el último límite de las arenas besadas por las olas”, como una línea de formas
caprichosas y grotescas. Vicente Blasco Ibáñez, en su novela Flor de mayo, las describe formando “en
correcta fila ante el oleaje, empavesadas con banderas de todos los colores”.
En el vértice superior de la fachada, las siluetas de monigotes, miriñaques, o
barcos que distinguían a cada establecimiento. Un ejemplo era la de Miguel
Llácer, que ostentaba en lo alto una campana y veleta, o la de Vicente Polit
que tenía arriba de su entrada un gran escudo de Valencia y más arriba una
bandera.
La rigurosa separación de sexos continuaba. De las
destinadas a los hombres nos quedaron títulos, algunos evocadores y otros
extravagantes, como: El Pelut, El Nano,
El Fregit, El Bort, El Caragol, y para las mujeres: La Sabata, La Creueta, La Gàbia, El Titot… Los títulos evocadores
con los que se les bautizó estaban puestos en la parte superior de la entrada.
Otros que fueron conocidos eran Rosaura,
El Globo, La Gloria, La Esfera, El Avión, La Mariblanca, La Palma, La Estrella,
El Sol, La Luna, Florida, La Monkilí, o La Valenciana.
A la puerta de cada establecimiento se ponían a las
barraqueras y barraqueros, pregonando las excelencias del establecimiento para
así arrebatarse mutuamente a los parroquianos. Por ejemplo, era común pagar dos
cuartos por el alquiler de una habitación, y algo más si por ejemplo necesitaba
unos calzones para el baño. Estos precios económicos permitieron a las clases
modestas acceder a un pequeño disfrute en el verano.
Al finalizar el verano, el propietario recogía los
escasos muebles que había en el interior y desmontaba su barraqueta hasta la
temporada siguiente. Vicente Blasco Ibáñez en su novela Flor de mayo describe este fenómeno como otra ciudad efímera “de quita y pon”. El resto del año, esta
zona estaba olvidada.
Con el paso del tiempo y la construcción de los
balnearios más pomposos, las barraquetes
cayeron en desgracia y consideradas indecentes. A finales del siglo XIX
existían registradas como casas de baños
de mar alrededor de cincuenta. Después fueron sustituidos por los
merenderos y restaurantes.
Solaz
Albert, Rafael (2006): El Marítim. Paseo
costumbrista a través de antiguas tarjetas postales.