MODA DE TOMAR BAÑOS EN VALENCIA
Por Rafa
Solaz
El historiador Escolano decía en sus Décadas (1610), refiriéndose a la tradición de los valencianos que
tenían de acudir a la playa del Grao a los baños de mar:
“Los ciudadanos de Valencia
empalagados de tenerla siempre delante de los ojos, arde de ordinario la sed en
ellos de salir a verla, espoleados de aquella poca privación; y metiéndose en infinidad de coches y
carrozas, que deben pasar de dos mil, forman por tierra cada día en los veranos
una armada apacible y terrestre navegación”.
Algo más tarde, José Antonio Cavanilles describe en sus Observaciones (1793) el veraneo de los
valencianos en las playas del Grau y del Cabanyal:
“Allí acuden los de la capital a
bañarse, cuyo prodigioso concurso aviva aquel recinto, ya de suyo interesante
por el movimiento de las aguas y los buques que se descubren. Los años pasados iban y volvían comúnmente
en el mismo día por la facilidad que ofrecen centenares de calesines y otros
carruajes apostados para este fin en las puertas de la ciudad. Ya muchos, contagiados de la frescura y
amenidad del sitio, suelen permanecer algunos días alojados en las chozas de
los pescadores. Aumentándose con el
tiempo la pasión y el número de concurrentes, varios sujetos acaudalados, no
contentos con el alojamiento de las chozas, han construido sucesivamente
edificios espaciosos en los que se hallan las comodidades, los adornos y hasta
el lujo de la capital. Júntanse allí
en estío personas brillantes de ambos sexos, viven en libertad, sin etiquetas,
y en diversión continua.”
No sólo los
valencianos acudían a las playas a tomar baños. También personajes de alta
alcurnia se acercaban a veranear a las playas valencianas. El reconocido pintor
Francisco de Goya vino en el año 1790 a Valencia junto a su esposa a tomar
baños en la playa del Cabanyal por
prescripción facultativa. Pocas décadas después, en el año 1835, vinieron los
infantes Francisco de Paula y su esposa Luisa Carlota, quedando prendados de la
maravillosa experiencia y repitieron al verano siguiente. Se da la
circunstancia que les acompañaba un enorme séquito compuesto por casi cuarenta
personas que tuvo problemas de alojamiento, teniendo que repartirse entre el
Cabanyal y la ciudad.
Entre
finales del siglo XVIII y principios del XIX, los veraneantes pertenecían a la
clase media, dados a la comodidad, la diversión y al ocio. Más tarde, se
revistió de tintes aristocráticos, muy influenciados por la moda de París,
esmerando la indumentaria y las costumbres veraniegas, pasando de habitar en la
temporada estival de las barracas y alquerías, por la construcción de una
segunda residencia en la Malvarrosa. Este glamour chocó con la sencillez de los
marineros y sus familias, lo que produjo un distanciamiento entre ambos.
“La ribera de la playa tiene su sección
pintoresca simpática, pasado el Cabañal; la campiña con las malvas, rosas y
blancas que parecen espolvorear de estos colores las frondosas extensiones
planas; las palmeras sombreando la barraca, esas viviendas de techos agudos
como naipes doblados por la mitad, con su cruz de madera y la cal viva de la
fachada y la escopeta colgada en el golpete de la puerta.” (Durand Vigneau,
Valencia, 1900).
Cuando el
sol comenzaba a caer, la merienda se hacía presente para los bañistas. En ese
momento hacían su aparición improvisados vendedores ambulantes que ofrecían sus
mejores productos para la merienda. Las jóvenes portaban un cántaro o cesto
bajo el brazo con agua recién sacada del pozo o pasteles dulces o salados,
otros pregonaban aigua cibà (horchata),
cacahuetes, altramuces o habas hervidas; las galleteres, mujeres que vendían galletas en un cestillo al grito de
¡Salades i dolçes!, y el barquillero,
que invitaba al juego de la ruleta ofreciendo como premio los barquillos. Los
populares cocoteros que en la cesta que solían llevar en la cabeza, portaban cocotets, una bota de vino y el
tradicional pastel de pescado, una
especie de empanada de pescado en forma de media luna, que vendía al grito de ¡Cocots i vi cavallers!. También hacían
su aparición fotógrafos que, cámara y trípode en mano, recorrían las playas
para realizar retratos personales o familiares y vender la copia respectiva.
La
concurrencia de bañistas provocó un curioso auto de la Real Audiencia fechado
el 22 de agosto de 1803. Los horarios de los baños se establecían desde las
horas de madrugada hasta las siete de la mañana, a partir de la cual se
prohibía el baño, con toda seguridad, para facilitar las tareas de pesca. A las
once se permitía nuevamente hasta la una. Luego, más tarde, desde las primeras
oraciones hasta las diez de la noche.
PARA AMPLIAR
INFORMACIÓN:
Solaz Albert, Rafael (2006): El Marítim. Paseo costumbrista a través de
antiguas tarjetas postales.
Blasco,
Rafael (1859): “El Cocotero”, en Los valencianos pintados por sí mismos, Valencia.
Vidal
Corella, Vicente (1979): Las barracas del
Cabañal. “Las Provincias”, 5 de agosto de 1979.
Vidal
Corella, Vicente (1977): El veraneo en el
Cabañal de antaño. “Valencia Atracción”, julio 1977.
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